QUID N° 12- Agosto 2004
El repotenciamiento bélico no es la mejor forma de asegurar la paz con nuestros vecinos
Adiós a las armas


por ENRIQUE GHERSI

Se atribuye a Leroy Beaulieu haber introducido en la historia del pensamiento la errónea idea de que el capitalismo conduce necesariamente a la guerra. De ahí la tomó Hobson al inventar, con fortuna, el concepto de imperialismo, de donde pasa al socialismo a través de la obra del propio Lenin.

La vulgata marxista convirtió el error en dogma y hoy vemos cómo mucha gente-inclusive de buena intención- repite el argumento a propósito de nuestras relaciones con Chile. Así, sería un atentado contra la seguridad nacional hacer negocios con empresarios chilenos, comprar sus productos y aun venderles los nuestros. Invertir equivaldría a una invasión. Privatizar, a una traición.

La verdad, sin embargo, es que tales prejuicios carecen de asidero en la realidad: el mercado tiende a acercar a las naciones y a su necesaria cooperación. En toda nuestra historia nunca ha sido Chile menos amenaza para nosotros que ahora, pues es de tal magnitud su presencia económica en nuestro país que sería totalmente contraproducente para sus intereses pensar en una aventura belicista.

Inversión e invasión
No sólo hay inversión chilena en nuestro país y, en menor medida en Bolivia; también hay inversión peruana en Chile. Además de la meramente empresarial, esa inversión se expresa también en la notable presencia de migrantes que, invirtiendo su capital humano en ese país, están creándose las oportunidades para su propia superación y, de paso, trayendo por tierra unos de los prejuicios tradicionales de la geopolítica chilena delineados por Portales: la diferencia racial entre nuestros pueblos. No es una exageración sostener, entonces, que si alguien está siendo invadido, literalmente, no somos nosotros.

Por ende, aunque sólo fuera por las malas razones, si de lo que se trata es de fortalecer a las fuerzas armadas peruanas, la mejor manera de hacerlo no será creando un fondo para renovar su armamento –como sorprendentemente ha propuesto PPK- sino incrementando el comercio y el desarrollo de los mercados con Chile. A los más furibundos e irresponsables belicistas debería fascinarles la idea de usar el dinero y la experiencia de un supuesto enemigo para propiciar el desarrollo de su propio país.

Por cierto, hay todavía mucho lugar para reflexionar sobre nuestras relaciones con Chile y Bolivia. Más allá de la simplicidad con que el problema generalmente se aborda, este se encuentra en el origen de nuestra nacionalidad. Las reformas borbónicas le dieron forma política a la realidad económica existente hacia finales del siglo XVIII, creando nuevas instituciones de gobierno colonial que reflejaran la relación entre Bolivia y Río de la Plata y Chile con el Perú. Con ello se puso término a la organización anterior que, introducida por los Austrias, desde la conquista nos había vinculado supuestamente con el Altiplano como consecuencia de la geopolítica incaica.

En “La Iniciación de la República, Jorge Basadre se pregunta si no estuvo ahí la raíz de las dos guerras que sostuvimos en el siglo XIX y cuya sombra se extiende hasta hoy.

La política exterior peruana osciló en aquel entonces entre el eje del Pacífico, posterior a las reformas borbónicas, en el que se alineaban Portales y Blanco Encalada en Chile y en el Perú, Gamarra y Castilla; y el eje andino, buscando la legitimidad histórica de los tiempos de los Austrias, en el que se alineaban Santa Cruz en Bolivia y Orbegoso en nuestro país.

El eje andino
No obstante su derrota militar en la primera guerra con Chile, que trajo a tierra la Confederación, la idea del eje andino triunfó políticamente, al punto de convertirse desde entonces en uno de los principios sacrosantos de la política exterior peruana.
Por él fuimos nuevamente a la guerra en 1879 y tuvimos que aceptar el trauma de la derrota y la desmembración de Tarapacá y Arica. Por él, hemos mantenido una política de herida abierta con nuestro vecino, expresada primero en la falta de ejecución de algunos puntos del Tratado del 29 y más recientemente en la falta de delimitación evidente de la frontera marítima. Por él, los políticos civiles han tenido que aceptar la tutela militar todo el siglo XX.

La pretendida intención boliviana de negociar “gas por mar”, asociada con el Perú en el mejor de los casos o, en el peor, utilizándolo solo como compañero de viaje, no es más que una variación contemporánea del mismo argumento.
Por ello, una de las paradojas más notables de nuestra relación con Bolivia y Chile es que, en momentos en que la retórica belicista nuevamente se enciende, la realidad marcha en sentido contrario: el mercado acerca a nuestros pueblos intensamente. Diera la impresión de que, mientras la sociedad civil marcha en un sentido, el estado político va en otro.

Tal vez sería oportuno recordarles a los belicistas que la historia universal tiene por lo menos un ejemplo sobre cuya base deberíamos sacar conclusiones: la relación entre Francia y Alemania. Después de matarse salvajemente a lo largo de los siglos y llegar al paroxismo de la violencia durante las dos guerras mundiales, no solo lograron entenderse, sino entender de hecho a toda Europa gracias a la construcción de un mercado libre entre ellas. Así las fuerzas del mercado lograron la paz y lo que nunca pudieron conquistar ninguno de los grandes guerreros.

Los belicistas deberían entender, entonces, que es más barato y decisivo-solo por utilizar palabras de su fácil comprensión- conquistar Chile a través del trabajo honesto de los maestritos peruanos, del pisco y la chirimoya y de las recetas de Gastón Acurio, que apostar por la ilusión imposible de los MIG, los T-55, las fragatas Lupo y el horrendo negocio de los comerciantes de la muerte.