QUID N° 13- Setiembre 2004
Tu voto es mi voto

 

Los partidos y los congresistas se sienten equivocadamente dueños de los sufragios que colocan a determinado representante en el Parlamento.

La reciente renuncia de Luis Solari a Perú Posible y a su bancada ha planteado una vez más el problema de los congresistas que, tras haber llegado a ocupar una curul como representantes de determinado partido, deciden pasarse a otro conglomerado político o convertirse en independientes. El fenómeno en cuestión fue epidémico en los últimos años del fujimorismo, pero durante el presente gobierno ha alcanzado también proporciones preocupantes, pues del 2001 a la actualidad suman ya 13 los parlamentarios que han abandonado sus bancadas de origen. Es decir, más del 10% de la representación nacional ha cambiado de camiseta en estos tres años y todo hace suponer que esa tendencia se va a acentuar de aquí al 2006, pues en su afán por ser reelectos, muchos parlamentarios buscarán seguramente desmarcarse de las vinculaciones partidarias que pudieran haberse convertido en un lastre político ante los ojos de los electores.

Hasta el momento las mayores críticas lanzadas contra este tipo de transfuguismo se han centrado en la traición que el mismo supone frente al partido que con “sus votos” habría colocado al veleidoso congresista en cuestión en el Legislativo. Pero la verdad es que, en sentido estricto, esos votos no le pertenecen ni al partido ni al parlamentario peregrino, sino a los votantes que los depositaron en el ánfora. Es cierto que ese acto se realiza a veces pensando en el programa de la organización política que presenta al candidato por el que se opta, pero ese no parece ser un criterio suficientemente sólido como para concluir que la curul obtenida le pertenece al partido.
En realidad, a quienes estaría traicionando el congresista que cambia de bancada y de actitud política es, pues, a los votantes. Y, en esa medida, debería recaer en ellos, más que en el partido de origen, la capacidad de sancionarlo.
Para que ello pueda suceder, sin embargo, hacen falta modificaciones sustanciales en nuestra ley electoral. Para empezar, necesitamos acabar con el distrito electoral único, que impide vincular estrechamente a los mandantes con aquel que recibe su mandato. Si a cada legislador, en cambio, le correspondiese un universo específico de votantes identificados en una circunscripción, los electores podrían fiscalizar de cerca la conducta de su representante, y no reelegirlo en el próximo periodo si es que consideran que los ha defraudado. Si a eso le agregásemos, además, una renovación del Parlamento por tercios, los congresistas comenzarían a sentir en la nuca la respiración de sus mandantes y no tenderían a olvidar tan fácilmente a quién le pertenece el voto que los ha puesto en ese bonito hemiciclo.